7 jun 2013

Sayulita


Hace tres años nadie sabía qué era Riviera Nayarit. Es más: ni 
siquiera se llamaba así. Hasta que a la oficina de turismo local 
se le ocurrió ponerle un nombre más marketero, éstas sólo eran 
las playas ubicadas al norte del conocido Puerto Vallarta, en el
 estado vecino de Nayarit. De hecho, los puntos de mayor 
desarrollo de Nayarit son un sitio llamado –vaya originalidad–
 Nuevo Vallarta, donde se alinean varios megahoteles frente al 
mar sin demasiada identidad, y una bella  marina, dicen que la
 más grande México, llamada La Cruz de Huanacaxtle.



Sin embargo, hay una playa que ya figuraba hace tiempo en los
 mapas. En rigor, desde fines de los sesenta, cuando un grupo de
 surfistas hippies gringos encontró aquí su propio paraíso en la 
Tierra y se quedaron a vivir para siempre. Ese lugar se llama 
Sayulita. Sayulita no es precisamente una playa de postal. 
Aunque está flanqueada por palmeras, sus arenas son de color 
café, granuladas –así es en general la costa de Nayarit–, tiene 
olas que pueden alcanzar cuatro metros en temporada (de 
noviembre a mayo) y un río que desemboca justo aquí, y que en 
época de lluvias trae todo el barro desde la sierra, enturbiando 
sus aguas. Pero lo que le falta en belleza –que es poco, en 
realidad–, le sobra en onda. Todo aquí es muy surfer y hippie, 
un sitio que mezcla pequeños bares en la playa con tiendas de 
diseño y pequeñas boutiques en el centro donde los precios 
pueden ser realmente elevados.
Por decirlo de algún modo, el look oficial de Sayulita incluye 
los bermudas Quicksilver, el torso desnudo y flacuchento, la 
barba descuidada, el pelo ensortijado y rubio quemado de tanto 
sol y, ciertamente, las tablas de surf.

En el pueblo –colorido, desordenado, ruidoso– pululan 
gringos/as, canadienses, franceses/as y mexicanos/as que o están 
tomando clases de surf o están bebiendo Coronas, Dos Equis o 
Pacíficos en la playa, o están bronceándose bajo el sol mientras 
los vendedores ambulantes también pululan con collares de 
conchitas o sospechosas joyas de plata que ofrecen casi siempre en inglés.
Sayulita, en ese sentido, no es un mundo aparte como Punta 
Mita. Aquí caben y entran todos, siempre y cuando estén 
dispuestos a practicar la principal actividad de este lugar –más 
allá del surf– que es: hacer nada y sentarse a mirar cómo pasa 
el tiempo (y, de vez en cuando, darse un chapuzón en el mar 
para aliviar el infernal calor de Nayarit, que fácilmente supera 
los 30 grados, con muchísima humedad).
Por estos días, en todo caso, la tendencia en Sayulita es el yoga. 
En las afueras del pueblo –donde hoy se construye un exclusivo 
condominio de casas privadas– un par de hoteles-refugio se ha 
convertido en uno de los mayores símbolos del lugar. Uno de 
ellos es el Haramara Retreat, un escondido conjunto de 
bungalows construidos sobre una loma, en medio de la selva, 
abiertos, sin luz eléctrica, sin ventilador ni aire acondicionado, 
donde gente de distintas partes del mundo, vestida con túnicas 
blancas y sandalias, llega a meditar y purificarse y a convivir en 
paz con las diversas especies de bichos que abundan por aquí: 
cangrejos, lagartijas, mapaches, murciélagos. Nadie se queja, 
por cierto. Al contrario: todos andan relajados, porque es 
justamente lo que buscan en este lugar. Un sitio que es “muy 
Sayulita”, como suelen decir por aquí.


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