Hace tres años nadie sabía qué era Riviera Nayarit. Es más: ni
siquiera se llamaba así. Hasta que a la oficina de turismo local
se le ocurrió ponerle un nombre más marketero, éstas sólo eran
las playas ubicadas al norte del conocido Puerto Vallarta, en el
estado vecino de Nayarit. De hecho, los puntos de mayor
desarrollo de Nayarit son un sitio llamado –vaya originalidad–
Nuevo Vallarta, donde se alinean varios megahoteles frente al
mar sin demasiada identidad, y una bella marina, dicen que la
más grande México, llamada La Cruz de Huanacaxtle.
Sin embargo, hay una playa que ya figuraba hace tiempo en los
mapas. En rigor, desde fines de los sesenta, cuando un grupo de
surfistas hippies gringos encontró aquí su propio paraíso en la
Tierra y se quedaron a vivir para siempre. Ese lugar se llama
Sayulita. Sayulita no es precisamente una playa de postal.
Aunque está flanqueada por palmeras, sus arenas son de color
café, granuladas –así es en general la costa de Nayarit–, tiene
olas que pueden alcanzar cuatro metros en temporada (de
noviembre a mayo) y un río que desemboca justo aquí, y que en
época de lluvias trae todo el barro desde la sierra, enturbiando
sus aguas. Pero lo que le falta en belleza –que es poco, en
realidad–, le sobra en onda. Todo aquí es muy surfer y hippie,
un sitio que mezcla pequeños bares en la playa con tiendas de
diseño y pequeñas boutiques en el centro donde los precios
pueden ser realmente elevados.
Por decirlo de algún modo, el look oficial de Sayulita incluye
los bermudas Quicksilver, el torso desnudo y flacuchento, la
barba descuidada, el pelo ensortijado y rubio quemado de tanto
sol y, ciertamente, las tablas de surf.
En el pueblo –colorido, desordenado, ruidoso– pululan
gringos/as, canadienses, franceses/as y mexicanos/as que o están
tomando clases de surf o están bebiendo Coronas, Dos Equis o
Pacíficos en la playa, o están bronceándose bajo el sol mientras
los vendedores ambulantes también pululan con collares de
conchitas o sospechosas joyas de plata que ofrecen casi siempre en inglés.
Sayulita, en ese sentido, no es un mundo aparte como Punta
Mita. Aquí caben y entran todos, siempre y cuando estén
dispuestos a practicar la principal actividad de este lugar –más
allá del surf– que es: hacer nada y sentarse a mirar cómo pasa
el tiempo (y, de vez en cuando, darse un chapuzón en el mar
para aliviar el infernal calor de Nayarit, que fácilmente supera
los 30 grados, con muchísima humedad).
Por estos días, en todo caso, la tendencia en Sayulita es el yoga.
En las afueras del pueblo –donde hoy se construye un exclusivo
condominio de casas privadas– un par de hoteles-refugio se ha
convertido en uno de los mayores símbolos del lugar. Uno de
ellos es el Haramara Retreat, un escondido conjunto de
bungalows construidos sobre una loma, en medio de la selva,
abiertos, sin luz eléctrica, sin ventilador ni aire acondicionado,
donde gente de distintas partes del mundo, vestida con túnicas
blancas y sandalias, llega a meditar y purificarse y a convivir en
paz con las diversas especies de bichos que abundan por aquí:
cangrejos, lagartijas, mapaches, murciélagos. Nadie se queja,
por cierto. Al contrario: todos andan relajados, porque es
justamente lo que buscan en este lugar. Un sitio que es “muy
Sayulita”, como suelen decir por aquí.
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